Wednesday, March 13, 2013

Valle de Las Lágrimas, 2 de marzo de 2013


Aquí estoy. La verdad es que nunca pensé que iba a volver a este lugar. Es impresionante. Estoy sentado sobre la ladera del glaciar, en un repecho el cual en un extremo está la cruz y el monolito de Valle de Las Leñas. Miro al glacial que no reconozco. Cuando nosotros estuvimos allí, era blanco. Ahora los acarreos de la montaña los han ido transformando en una morena, y tiene color marrón. Pero claramente puedo distinguir donde estábamos nosotros y trato de imaginarme el recorrido del avión deslizándose por los cerros hasta caer en el medio del valle. Esa parte es difícil de imaginar, no hay un trazo claro, es increíble cómo no nos estrellamos contra las rocas y penitentes que surgen en la ladera.

Pero lo que no ha cambiado es la montaña. Está distinta, ya que tiene mucho menos nieve que cuando nosotros estuvimos allí. Pero siguen estando las mismas formaciones rocosas, los mismos prefiles, el mismo y angustiante silencio.

Eso es lo que más impresiona. El silencio. Uno mira las cumbres, los perfiles de las montañas, el glacial alto que parece que en cualquier momento puede desmoronarse y venirse encima, y siente una enorme congoja, una enorme pequeñez ante tremenda magnitud. Las distancias son incalculables. Cuanto hay desde donde estaba el avión hasta la cara opuesta del valle? No lo se, uno o dos kilómetros, quizás solo unos cientos de metros, pero por suerte nunca nos atrevimos a ir hacia allí. Las grietas son cada vez mayores a medida que uno se acerca a la cara opuesta de la montaña, donde siempre hay sombras, donde el glacial tiende a subirse irregularmente a las laderas de la montaña. Miro las paredes del glacial. Hay una parte que cuelga amenazante sobre el valle. Recuerdo haber sentido que se podría caer sobre nosotros. Hoy creo que no, pero todo es peligro, la montaña es amenazante.

Ellas siguen allí. Uno las mira, las escruta, las interroga, trata de que digan algo. Pero ellas no hablan, miran inertes. De la misma manera como 40 años atrás nos miraban inertes y nosotros las mirábamos a ellas, equivocadamente, tratando de obtener alguna respuesta de tamaño silencio y majestuosidad. Hoy están iguales, si bien es un día claro y diáfano, en la cumbre de la montaña, el filo se me antoja indefinido. Siempre hay una brisa, una bruma, un reflejo engañoso,  una dificultad que te dice que no es como uno cree. Las cumbres no se ven desde abajo, siempre más allá de una cumbre, hay otras, por eso los filos son irregulares y las montañas no se ven totalmente.

Pero es el silencio y la pérdida de perspectiva lo que más impresiona. Uno pierde la capacidad de calcular distancias, de dimensionar lo que ve. Todo se ve cerca y a la vez está muy lejano. Si bien hay bastante gente, no se nota. El silencio ensordecedor de la montaña oculta a los demás. Uno se siente solo. Las vuelve a mirar, a tratar de identificar lugares. Intento identificar por donde subieron Nando, Roberto y Tintín. La próxima vez debería venir con uno de ellos para que me cuenten. Obviamente no subieron por el medio del glacial, esa subida es imposible. Por la cuña entre el glacial y la ladera podría ser. Arriba se ve como más plano, hay unos claros que podría ser donde Nando y Roberto pasaron las noches antes de empezar su caminata. Desde donde estoy busco la cola del avión, donde debería haber quedado. No lo se, no lo puedo distinguir. Lo que veo es que el glacial cae abruptamente a los pocos metros. Por ahí no se podría caminar. Ir hacia ese lugar, hubiera significado la muerte segura. Pero por ahí estaba la cola, qué peligros que corrimos!!

La altura hace estragos. Estoy sin aire. Me gustaría caminar por el glacial y recuperar la sensación de estar sobre él. En el 95 lo hicimos pero hoy no puedo ni siento que es necesario. Desde donde estoy se ven los mismos perfiles y las mismas montañas que hace 40 años. Es el mismo panorama, la misma visión, solo que esta vez, nosotros nos hemos ido, y hemos dejado a las montañas allí.

Pienso en lo increíble del acontecimiento. En realidad venía con pocas expectativas,  miro la cruz y al memorial donde están algunos de los chicos que no volvieron, hoy lleno de banderas y objetos que la gente en su peregrinación va dejando. Miro el monolito, pienso que quizás yo debería haber quedado allí. Que deberíamos haber muerto todos. Porque no todos los días uno se estrella en Los Andes y 70 días después sigue vivo. Mis expectativas están superadas. No creí que iba a engancharme con el lugar. Me impresiona, no puedo pensar en otra cosa. Quiero llevarme a casa el silencio y la majestuosidad de este lugar.

Me pregunto porqué yo salí de este lugar. No era posible. Pero son preguntas sin respuestas. No tiene sentido hacerse esas preguntas y gracias a Dios no son preguntas que me atormenten demasiado. Pero aquí, a 3700 metros aparecen,  automáticamente me las hago. Y así las dejo, sin respuestas, y vuelvo a mirar la montaña, a sentir el silencio, mirando los filos y las cumbres que conozco tanto, que tan poco han cambiado y que van a seguir allí por muchísimos años más, impertérritas, mientras yo y mis compañeros sigamos nuestro viaje, nos perduren y nos ganen.

Me llevo a casa ese momento. Sentir ese lugar en la que debería haber quedado pero que porfiadamente quise salir. Me alegro de haber vuelto, me debía esta experiencia.